Si el tiempo fuera benevolente
y decidiera desdoblarse sobre si mismo justo al día en que vi sus ojos y
contesté su saludo, quizás no le hubiera dicho buenos días.
Si la historia se pudiera
reescribir y borrar los errores que por joven se comete y se rellenaran con lo
que hizo falta para que por éstas fechas, siete años más tarde, estuvieras acá
soplándome el insomnio.
Si nunca hubiéramos
coincidido, tú serías un extraño pasando por la misma calle que transito con
habitualidad. Tal vez no te hubiera visto, pero coincidimos cuando era
prematuro. Quizás el inglés tuvo la
culpa de todo.
Había oscuridad cuando
llegaron los primero aleteos de un amor suplicando amnistía y mis brazos para
cobijarse pero, mis brazos tenían dueño celoso de los abrazos que pudieran
entregar, pese a que tampoco eran entregados a él. Tenían dueño que me cegó la
vida, quitándome el corazón desde el nacimiento. Dueño que con el tiempo…
Había oscuridad y demasiada
juventud mezclada con caprichos camuflados como romance, idiotez si se quiere,
horas de sobra para pensar que el futuro vendría prometedor y noches de
tranquilidad vagando en el firmamento, y ahí fue que apareciste. Yo no quería,
pero apareciste hablando en lengua familiar, aunque sin significancia. Desde
otra vida podría ser. Apareciste.
Fue entonces que las noches se
convirtieron en infinitas caminatas por las calles al azar, tú y yo, sin
tapujos y sin disfraces, desnudos de pensamiento porque estábamos en casa. Tú y
yo, tomados de las manos como si fuese casi un reflejo innato, sin preguntarse
jamás el porqué de nada, convencidos de que desde la tierra es tierra, debíamos
encontrarnos. Parece que la tierra transmutó.
Los ojos no aprendían a
parpadear aún. Mi corazón latía lleno de ilusiones levantadas por el dueño
celoso de mis brazos y estabas ahí, siempre ahí, al alcance de mis dedos cuando
un choque de energía se desató en el instante en que toqué tu cara, como la
condensación de una eternidad reducida a ti, trayendo la reconstrucción tardía
de mi destino, perdido hasta entonces, para quedarme aferrada a una posibilidad.
Recuerdos que no eran míos se desplegaron de pronto y apareció, por primera
vez, el sentido de pertenencia junto con
el magnetismo misterioso que se une a las profecías. Había retornado a ti.
Estaba a salvo, pero ya era tarde, porque era cobarde y temerosa de perder a lo
que estaba acostumbrada. Tenía miedo de conocer algo nuevo, como cuando se está
habituado al pan y al agua y aparece enfrente caviar y trufas. Tentador, pero
no sé.
Dicen que es mejor diablo conocido que diablo
por conocer ¡Yo te conocía! ¡Te conocía! ¡Dios santo! Pero estaba ciega…
Parecía ser que existía algo
más poderoso que la vida misma, necesitando más de una para concretarse y tengo
miedo de que por esta la historia haya finito. Me niego a pensar que no te
volveré a ver y que tendré que silenciar la carga que llevo en el pecho tras
aguantarla como el peso del mundo, no poder pedir perdón por haberte roto el
corazón ni poder contarte que ahora sé cómo repararlo, sólo necesitaba tiempo
para aprender, lo horroroso es que en ese tiempo te perdí (espero no para
siempre).
Deambulaba ciega, sorda y
muda, atada de manos y pies y con un pensamiento fijo en la cabeza, fue por eso
que no supe de tus afanes conmigo. Estaba hipnotizada por la belleza de otros
ojos, los del dueño de mis brazos, sin saber que perseguía la luz del diablo,
haciéndome renunciar a la felicidad por presentarse cobarde interpretando un
papel. El diablo se disfrazó y me hizo caer. Me persiguió hasta quitarme el
alma. En el alma ibas tú.
Pasaron los años y mi corazón
incólume comenzó a desbaratarse, porque para soltar una amarra, tenía que
renunciar a un poco de mi humanidad, siguiendo una trama sin fin de dolores tan
inmensos que el insomnio se hizo presente, enviando imágenes de muerte y
catástrofe para llevarse mis ilusiones.
Tras haber profanado un cuerpo, se pierde toda la humanidad, aunque algo
faltaba. Algo no estaba bien. Ya casi no me quedaba corazón. Aprendí a
parpadear entonces.
Las piezas se acomodaban noche
tras noche para resolver el conflicto durante un par de años, trayendo
intranquilidad por todas partes, siempre alerta y pendiente por si algún día se
me era entregada la absolución de mis pecados, por si me devolvían mi alma y
encontrarte de frente. Entendí que el dueño de mis brazos nunca lo fue. El
dueño de mis brazos eras tú.
Tuve que romper mi corazón
miles de veces para poder pagar el tuyo y saber al fin, lo que agonizar de amor
significa. Tú por mí cuando niños. Yo por ti cuando viejos.
Regresan las esperanzas
guardadas para el día del juicio final, y para ser sincera, no creía las tenía.
Regresan mortificándome un poco más, al mostrarme entre sueños la candidez de
tu sonrisa que por aquí no se aparece hace 4 años. Sin embargo, proliferan en
la idea de que cuando el karma se hubiera restituido, tú leerías mis
porquerías, o me verías pasar y podríamos ir por un café (como hace 6 años
atrás, un día de marzo, cuando la universidad aparecía como un mundo
desconocido y no como una carga que sobrevivir y volver a mi casa), que cuando
saliera a dar mis paseos en bicicleta por los alrededores, choque contigo y
todo se reduzca a risas y nada más, que cuando vaya camino del hospital en la
mañana, tú vengas camino de tu trabajo y nos juntemos en la esquina de
Amunategui con Huérfanos (como antes) reconociendo que nada ha cambiado, o que
todavía exista la unión que nos hizo encontrarnos en esta reencarnación y mis
pensamientos llamen a los tuyo alterando tu sentido del orden. Francamente,
pienso que todavía nos llamamos.
Aprendí a parpadear, tarde,
pero lo hice. De que lo lamento, lo lamento. Que me hubiera gustado conocer la
luz antes de todo, me habría gustado. Que aún persigo tus pasos, lo hago. Que
traigo mi corazón como ofrenda, para que ahora seas tú quién lo cure, aquí
está, es tuyo, así como yo, antes, ahora y siempre. Que te voy a esperar, estoy
esperando.
ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER
No hay comentarios.:
Publicar un comentario